Batallón

Batallón.

Nos uníamos en nuestra miseria tratando de ser un batallón, en aquella guerra individual. Los besos estaban ausentes. Intentábamos fusionarnos a ver si juntos nos hacíamos más fuertes para sacar los demonios; tal vez los disipábamos por momentos, tal vez caminábamos viendo el cielo para no mirar los cristales rotos sobres los que nos movíamos.
Éramos fuertes mientras el silencio reinara. Si se hablaba, tenía que ser del árbol o de la cara de aquel. Estaba prohibido hablar de los demonios, mucho menos de los cristales que se nos enconaban en las plantas de los pies. Esa era la única norma ética que salía, como chorros de semen, de las miradas de cada uno. Si alguien se caía, a lo sumo se le preguntaba si se había cortado, pero hasta allí, no más preguntas, no más información, no más heridas, no más lágrimas, no más indagaciones que pudieran convertir las paredes en espejos. Cualquier pregunta podría estar de más, el silencio sería la respuesta o, en el mejor de los casos, alguna palabra vacía y ambigua. Todos sabíamos dónde estábamos…
Para algunos, tal vez era la puerta del infierno. Para otros, el paraíso ofrecido al buen ladrón. Para todos, el borde, posiblemente suicida, posiblemente liberador; el precipicio, el vacío polvoriento que muestra en el fondo ese pavimento en donde podría descansar nuestro cuerpo.

GLMV / Diciembre 2009

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